Por Iván Osorio M *
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Foto de Mirjam Wirz |
Aunque ha insistido,
Fabian Altahona, investigador y promotor apasionado del picó, no ha podido dejar
de recordar, con nostalgias devastadoras, aquellas noches febriles de juventud,
donde los únicos límites existentes para quienes querían disfrutar de la
potencia sonora de aquellos descomunales aparatos, cómplices de tantas noches
de amor y pasión, eran las estrellas y luceros, testigos mudos de tantas irreverencias
y las paredes de láminas de zinc que arropaban la verbena, para que no se
pudiese escapar, ni por un instante, el misterio bendito de la libertad y el
goce.
Son
precisamente esas nostalgias de libertad, las de Fabian, pero también las
nuestras, las que nos llevan a indagar acerca de los límites y, por tanto, de
las persecuciones que a lo largo de la historia han sufrido las diferentes
expresiones artísticas populares, de una manera particular aquellas que
arrastran, sin causa alguna, el lastre de lo bajo, subversivos o, incluso, lo
de “mal gusto”, en nuestro caso, las del picó y todos perendengues.
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Fabian Atahona |
Fue en este
ejercicio de mirar hacia atrás, para observar, con asombro y muchas veces con dolor,
de dónde venimos y hacia dónde vamos que pudimos constatar que desde los tiempos
de la colonia y hasta hace pocas décadas, bailes populares como la cumbia, el
bullerengue, el fandango, el mapalé, entre otros, eran vistos y juzgados como
algo menos que ritos paganos que iban contra de la moral y las buenas
costumbres; costumbres establecidas por las aristocracias dominantes con ayuda,
en más de una ocasión, de las autoridades eclesiales de cada época, que
pretendían, sin disimulo alguno, privilegiar los ritmos europeos, muchos de
ellos conservadores en sus expresiones corpóreas, frente a las nativas danzas
populares, ricas todas, en movimientos y cadencias convulsivas hasta lo
imposible, cargadas, en sí mismas de un alto grado de sensualidad y erotismo
que escandalizaban a los buscadores de almas poseídas.
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Foto de Mirjam Wirz |
En ese
recorrido pudimos volver a sentir las reminiscencias por el terruño que se dejó
atrás, combinado con cierto aroma a miseria ancestral, todo ello amalgamado y
hecho realidad en las barriadas populares de las urbes de la América Latina
indómita y de las del Norte, siempre nostálgica y excluida que reivindicaba a
través de la mezcla de ritmos africanos, puertorriqueños, venezolanos,
dominicanos, haitianos, entre ellos el jazz, de manera específica el jazz
afro-cubano, el modo de ser, sentir, pensar y, por tanto, de celebrar de sus
gentes y, que por cosas de la bendita costumbre de llamar a algo o a alguien no
por lo que es, sino, sobre todo, por el hecho anecdótico que le rodea, terminó
llamándosele “salsa”, por ser una combinación de varios elementos.
Pero como
siempre en ésta, nuestra historia de señalamientos y exclusiones permanentes, bastó
saber quiénes eran los que aceptaban, bailaban y, por supuesto, gozaban este
nuevo estilo musical de orígenes populares para que aparecieran los
“inquisidores” culturales sentenciando que era música repudiable de ladrones,
vagos y viciosos que contaba historias de mal gusto, reflejaba costumbres mala mañosas y promovía amores de dudosa procedencia, en contra, todo ello, de la
sana moral y la recta conciencia. Como prueba que confirmara sus sospechas se
valieron del contundente testimonio (para sus fines) de “vagos” de la talla de:
Miguelito Valdés, Cortijo y su Combo, Ismael Rivera, Mongo Santamaría, Justo Betancourt, La Lupe,
Héctor Lavoe, Roberto Roena y Joe Bataan, entre otros que, entre canción y
canción, concierto y concierto y, obviamente, entre parranda y parranda, dieron
más de un motivo de que hablar a los buscadores de espíritus extraviados ansiosos todos ellos de castigo y
purificación para quienes se atrevían, con tanta desfachatez, a darse licencias
no permitidas en asuntos inviolables como los correspondientes al goce y al
cuerpo.
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Foto de Mirjam Wirz |
Y qué decir
de la champeta, de una manera particular de la “champeta criolla” que desde sus
orígenes ya estaba condenada eternamente a portar el sello de la ignominia que
marca de por vida a ciertos vástagos. Porque hablar de champeta y, por ende, de
champetero y champetera, en definitiva, es para aquellos que buscan ritmos más
apacibles, con igual estilo de letras que evite toda referencia a la vida
cotidiana del hombre del común, es hablar de vicios, delincuencia, baja calaña,
muladar, etc., puesto que la propuesta que ofrece la champeta gira,
precisamente, en torno a resaltar aquellas historias de los habitantes de los
sectores populares de las urbes caribeñas, de manera especial, de la Cartagena
de Indias segregada y olvidada, que refleje, sin tantas elaboraciones
estéticas, las luchas intestinas por la supervivencia cotidiana y los esfuerzos
que ello trae consigo. Algunas de esas narraciones, entonces, hacían canción
los esfuerzos cotidianos por un mejor vivir, por la casa anhelada para la mamá
y los hijos. Otras revestían de música los relatos acerca de la “lea” (mujer o
novia) apetecida, pero esquiva, el amigo que “torció” el camino, el que ya no
está o está muerto o aquel que por su mala cabeza terminó “…fumando esa mala hierba.”, como lo
dice en una de sus champetas Hernán Hernández
y que ha hecho bailar, con tanto frenesí, a más de uno que busca a
través de estas letras descifrar, de una vez por todas, sus propias tragedias.
Desde esta
realidad de persecuciones y señalamientos, atrevimientos y transgresiones,
decretos y disposiciones, surge una máquina sonora que en el devenir de la
historia celebrativa del Caribe colombiano irreverente, se constituye en
instrumento propicio, tótem convocador, y, últimamente, en discoteca ambulante
y que algunos fanáticos sin cura de los ritmos afro-caribeños han denominado,
sin atisbos de equívocos voluntarios, como “su majestad”, el picó.
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Picó El Negro Rumbero, año de 1988. |
Es el picó y
su escenario natural y legítimo: la verbena, los que reivindican el derecho del
pueblo a celebrar a su estilo, en contra de cualquier principio e ideología impuesta
y, en ese celebrar, permiten que éste, eternamente segregado, se pueda reunir
en torno al goce, al sentirse libre, auténtico y reconocido, muy a pesar de las
reducciones, en cuanto a tiempo y espacio, a las que se ven sometidos permanentemente.
Frente a un picó se es irreverente, rebelde, contestatario, incluso, agresivo,
pero sólo con la irreverencia, rebeldía, contestación y agresividad que se
expresa a través del cuerpo que baila y que pretende romper, por medio de sus
peculiares cadencias, con todos aquellos modelos establecidos por las clases
dominantes. Como lo señala la antropóloga María Sanz Giraldo en su Monografía:
Fiesta de Picó: Champeta, Espacio y Cuerpo en Cartagena, Colombia, a propósito
de lo que ella denomina como "estigmas efectivos", frente a todo esto
que hemos planteado: “…así que el
peligro, no es tanto salir del picó apuñalado con champeta, sino contaminarse
de lo negro y caer en la tentación de disfrutar sin medida de estos bailes
“calientes”.”
Es por ello que nos atrevemos a
sostener que la persecución a la cual se ven sometidos, en la actualidad, el
picó, la verbena, la champeta y toda la
variada propuesta musical que estas realidades encierran en sí mismas, no es
más que la expresión del temor de unas élites, a las manifestaciones lúdicas,
sociales y culturales de un sector de la población reprimido y excluido por
ellas, que a través de éstas podrían transgredir (y de hecho lo hacen), como lo
afirmamos desde el inicio de este artículo, la “armonía” social establecida por
estas clases dominantes y, ello conllevaría, a que estos colectivos humanos
marginados generen espacios auténticos de reconocimiento de su propia historia.
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El picomandante Alex Alemán |
¿Quién permitió que un Alex Alemán, maestro
de maestro en el arte de exorcizar aburrimientos y depresiones, propietario del
legendario picó “El Timbalero”, hijo de un zapatero alegrón del barrio Rebolo, de
la noche a la mañana lo llamen con tal atributo de Maestro, sin pasar por
universidades de abolengo que acrediten su experticia en algún “buen oficio”?, Ello
encuentra sentido en el “sitio de libres” que origina un picó y su escenario,
la verbena. Porque es precisamente allí, donde estos colectivos marginados y
sus personajes más relevantes, logran algún reconocimiento social, a partir de
la expresión sonora y bailable de su propia historia de exclusión y
marginalidad y, por tanto, reivindican el derecho que poseen a sus propios
conceptos sociales, culturales y estéticos aún en contra vía de lo que la
sociedad en general, a través del sofisma de las “buenas costumbres” les quiere imponer.
Por todo esto, hacemos un llamado
urgido a las entidades gubernamentales nacionales, pero, sobre todo a las
distritales, desde las entrañas celebrativas que como barranquilleros poseemos,
para que apropiados del espíritu de la Carta Magna de nuestra Nación que busca,
en esencia, el respeto de toda expresión cultural identitaria, se esfuercen por
la promoción de escenarios que posibiliten la preservación de estas
manifestaciones culturales, desde la aceptación a la multiculturalidad
expresiva del ser.
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Obra El Timbalero de Dairo Bariosnuevo: 1 x 70 cm. Dibujo a lápiz de color |
Y que, de una vez por todas, no siga siendo sólo un cuadro del maestro Dairo Barriosnuevo y un sueño quimérico de Fabian Altahona la posibilidad de ser libres y autónomos a través , por ejemplo, de un picó, con la irreverencia que sólo puede interpretar el pueblo, el de la esquina, el del bordillo. Para volver, por siempre jamás, al patio grande de la casa de todos y simular allí, en cada baile de picó, una pelea de gallos, a la luz de las estrellas y luceros, donde no se pierda la vida, sino que se queda moribundo el placer, donde no hay sangre pero si pasión; donde cada apuesta no es por dos, ni por uno, sino por todos; cuando se gana, no se cobra, por el contrario, se da y en donde las láminas de zinc no son un límite, sino una manera de preservar el derecho legítimo a gozar siendo nosotros mismos.
* Maestrante investigador de la Maestría en
Lingüística – Análisis del Discurso
Universidad del Atlántico
Licenciado en Ciencias Religiosas
Pontificia Universidad Javeriana
Fotografías: Mirjam Wirz
Diseño, edición y recreación: Dairo Barriosnuevo